La paciencia de los profetas, que siguen predicando a pesar del odio y el miedo que inspiran en sus vecinos, ofrece un ejemplo que el cristiano está llamado a imitar (Stg. 5.10). La esperanza de los profetas –la implantación del reino de Dios en el mundo– brilla con una nueva intensidad después de la resurrección de Jesucristo. Sobre todo, la confianza de los profetas en la eficacia del derramamiento del Espíritu –cuando algún día se produjera– inspira seguridad en el cristiano, de que tendrá ayuda del Señor y que su servicio habrá merecido la pena al final.
La exposición de los profetas aporta beneficios espirituales importantes al cristiano:
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Para crecer en amor a Jesucristo. La enseñanza de los profetas tiene como eje la promesa antigua de un Redentor que, sufriendo una herida, triunfaría sobre todo mal. Apuntan muchos detalles que con la debida meditación inflaman el corazón del cristiano, porque constituyen el telón de fondo de los relatos de los cuatro evangelistas del Nuevo Testamento. Cristo nacería de una virgen y gobernaría sobre el mundo entero. Tendría como nombres «Emanuel», «Admirable consejero», «Dios fuerte», «Padre eterno», «Príncipe de paz», «Renuevo» e «Hijo del Hombre». Dios derramaría su espíritu sobre él, y él traería justicia a las naciones. Daría su vida, pero volvería a vivir. Sería tierno con los oprimidos y severo con los opresores. Abundan las descripciones de Cristo en su primera y su segunda venida. La contemplación de todas las descripciones de Cristo en los profetas produce el efecto descrito por el apóstol Pedro: «a quien amáis sin haberle visto» (1 P. 1.8).
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Para asumir las prioridades permanentes de Dios. Los profetas vuelven una y otra vez a las cualidades valoradas por el Señor. El cristiano afina su llamamiento de ser sal y luz en el mundo, repasando las inquietudes de los profetas. Ellos insisten en que la vida espiritual tiene que ser un amor a Dios que nace del corazón, y no una mera conformidad externa a los rituales estipulados. Dios insiste a través de Jeremías que su intención no era imponer ceremonias complicadas: «Mas esto les mandé, diciendo: Escuchad mi voz…y andad en todo camino que os mande, para que os vaya bien» (Jer. 7.23). De manera similar, el Señor protesta por Isaías que «este pueblo se acerca a mi con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí…» (Is. 29.13).
Además de una respuesta de todo corazón, era prioritario una transformación real en las personas. Si iban a ser un reino de sacerdotes, también debían ser gente santa (Ex. 19.6). Hacía falta un arrepentimiento sincero (bajo la figura de arar un campo, Jer. 4.3) y una renovación completa en el interior. Jeremías habla de una circuncisión de corazón (Jer. 4.4), Ezequías de hacer un corazón y un espíritu nuevo (Ez. 18.31). El resultado de todo ello sería justicia y juicio, el fruto deseado en la viña del Señor (Is. 5.1-7). Jesús vuelve una y otra vez a la imagen de la viña (Mt. 20-21) para resaltar la necesidad de fruto. Por eso se trabajaba en la viña, para que creciera el fruto de vida nueva en el Señor.
Los profetas vuelven repetidamente a la necesidad de hacer el bien al prójimo. La nueva vida de Dios se traduciría en una preocupación real por los necesitados: la viuda, el huérfano, el pobre, el extranjero. «Misericordia quiero, y no sacrificio» dice el Señor a través de Oseas (Os. 6.6). Isaías niega la eficacia del ayuno religioso si no va acompañado de la justicia social: partir el pan con el hambriento, albergar a los pobres errantes en casa, cubrir al desnudo (Is. 58). El Siervo del Señor vendría para vendar a los quebrantados de corazón y para consolar a los enlutados (Is. 61.1-3).
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Para reforzar la esperanza en la segunda venida de Cristo. Un tema recurrente en los profetas es el reino de Dios, aquel tiempo cuando todo estará bien. El hijo de David vendrá para imponer orden en el mundo. La justicia y la paz regirán los destinos de los hombres entonces. Las naciones dejarán de fabricar armas y habrá paz, tanto entre los hombres como los animales. Dios recogerá a todos los redimidos de todo el mundo, Cristo reinará personalmente, y habrá una sanidad completa de todas las enfermedades. Los ciegos verán, los mudos cantarán, los cojos saltarán. La muerte quedará vencida para siempre y se levantará la maldición de sobre la creación material (Is. 2, 11, 25, 32, 35). Repasar estas promesas motiva al cristiano a buscar con una renovada intensidad el reino de Dios y su justicia (Mt. 6.33).
La fuerza de la esperanza profética está en los detalles. Hay una gran diferencia entre un padre de familia que dice a sus hijos «iremos de vacaciones» y otro que lo anuncia sacando toda suerte de folletos turísticos, con fotos de lugares exóticos. Las fotos, los planos, los horarios, la reserva de hoteles: los detalles transforman una placentera –pero vaga– expectación en un intenso y ansiado deseo de delicias por venir. Así es con la segunda venida de Jesucristo. Quedarse con un «Cristo vendrá, más de eso no lo sé» puede parecer prudente, pero el efecto de este tipo de ignorancia voluntaria queda insulso. En cambio, meditar en los detalles –hasta donde se pueda– sobre un futuro que Dios ha revelado (en parte y sin concretar las fechas), sirve de poderoso revulsivo espiritual. Estimula al cristiano a la perseverancia, al servicio, al amor y a las buenas obras, a la santidad de vida, a la predicación del evangelio.
El problema es que en la profecía suelen mezclarse distintos elementos semánticos: hay prosa histórica y también se emplea el lenguaje retórico de la poesía. No es fácil trazar una linea divisoria entre el lenguaje llano y las figuras de dicción. En una frase como «morará el lobo con el cordero», ¿debemos entender que algunos lobos y algunos corderos algún día compartirán cama? ¿Qué las fieras cambiarán de naturaleza para vivir en paz con los animales domésticos? ¿O sería mejor tomar la frase como metáfora: que personas otrora impías (o sea, como fieras) vivirán en paz algún día con los redimidos (que son como corderos)? El Nuevo Testamento afirma por un lado una transformación futura en toda la creación (Ro. 8.20-21), cosa que admitiría la posibilidad de un cambio en las fieras.[3] Pero el Nuevo Testamento también alude constantemente a los animales como emblemas de distintas clases de personas: el perro, la puerca, el buey, la víbora, el cordero. De esta manera, interpretar el texto como metáfora también puede ser correcta. Uno piensa en la visión del apóstol Pedro, donde los reptiles y las fieras en el gran lienzo apuntan a personas gentiles que aguardan su visita a casa de Cornelio, para escuchar el evangelio (Hch. 10.11-16).
El abundante uso del lenguaje retórico en los pasajes proféticos (símil, metáfora, tipo, parábola, alegoría, metonimia) nos obliga a discernir la realidad detrás del lenguaje. Es fácil equivocarse: cuando Jesús dice que cortemos la mano o arranquemos el ojo que ofende (Mt. 5.29-30) emplea una figura (la hipérbole) para instarnos a la acción radical. Interpretar su exhortación en sentido literal haría correr ríos de sangre entre los creyentes. Pero cuando la Biblia habla de la concepción virginal de Jesucristo o de su resurrección de entre los muertos, recurre al lenguaje claro de la prosa. Interpretar estos hechos como metáforas, como siempre ha hecho la teología modernista liberal, los vacía del contenido.
Es tan erróneo tomar las afirmaciones literales como figuras, como tomarlas como literales cuando el contexto indica que se trata de figuras. Con respecto a la profecía, nos sirve de orientación examinar cómo se cumplieron las profecías acerca de la primera venida de Cristo. La manera en que ellas se cumplieron (literalmente o figuradamente) podría darnos indicios de cómo el Señor quiere que interpretemos las profecías que tratan de la segunda venida y el reino de Dios.
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Para descansar en la soberanía de Dios. Los profetas anuncian juicio sobre la nación de Israel, primero a manos de los asirios y después de los babilonios. También habrá juicio para las naciones vecinas de Israel: Filistea, Moab, Amón, Edom, Siria, Egipto, Tiro. En cada caso, el juicio se ajusta a los atropellos específicos de cada pueblo. Muchas veces se anuncia el número exacto de años, hasta que empiece o hasta que termine el juicio (Is. 7.8, 16.14, 23.15; Jer. 29.10). Son cifras que se cumplen literalmente. El Señor ejerce su control sobre los grandes imperios, ordenando la victoria de los medos y persas sobre Babilonia, por ejemplo, para facilitar la liberación de los exiliados hebreos. En cada momento se aprecia un Dios soberano, que anuncia el final desde el principio y que mueve las circunstancias para que su voluntad se cumpla. Una correcta visión de la providencia del Señor aporta tranquilidad al corazón del cristiano, como también aviva un sano temor del Dios que ha de juzgar a todos algún día.
La profecía acredita a los portavoces legítimos del Señor. Los ídolos no conocen el futuro, pero Dios sí. Ordena los pasos del hombre sin violentar su libertad ni provocar su pecado. De este modo, el pequeño remanente –pobres y débiles en este mundo– sabe que el Señor, cual poderoso guerrero, vela por sus intereses. Pone límites a la maldad de los malos y emplea el pecado de ellos –libremente elegido– para cumplir sus propósitos en el mundo y en la vida de los redimidos.
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Para comprender el fracaso del moralismo. Los profetas ejercen su ministerio en medio de la decadencia del pueblo de Dios. Después de la apostasía de Salomón y la rebelión bajo Jeroboam, las diez tribus del norte sufren de una gangrena espiritual a causa del culto a los becerros en Betel y Dan. Pero el pacto de Sinaí no resulta suficiente para garantizar la fidelidad de reino de Judá tampoco. El tiempo demuestra que la mera exposición de la voluntad de Dios no sirve para avivar una espiritualidad verdadera en el pueblo elegido. Dar leyes y exigir su cumplimiento, so pena de castigo, no produce amor a Dios, ni amor al prójimo, ni una transformación de carácter. El fallo no es del Señor sino se debe a las limitaciones de la condición humana. La justicia humana es como trapo de inmundicia. No hay ni una sola persona justa que busque a Dios, que se ponga en la brecha. El predicador que medita en esto recuerda que la exhortación moralista nunca será suficiente para producir cambios en las personas. Sólo Cristo puede lograr la transformación. Sólo su Espíritu será adecuado para generar amor a Dios y lealtad a su voluntad.
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Para valorar el poder transformador del nuevo pacto. En contraste con el fracaso moral del pueblo, Dios promete derramar su Espíritu (Is. 32.15, 44.3). Haría un pacto nuevo, que supondría el perdón completo de los pecados, una transformación del corazón de cada uno y la implantación de su Espíritu, también en el corazón (Jer. 31.31-34, Ez. 36.25-27). El Espíritu impartiría una profunda comprensión de la ley del Señor, junto con la fuerza para llevarla a cabo (bajo la figura de una ley escrita en el corazón). La esperanza del don del Espíritu informa la predicación de Juan el Bautista. La conversación de Jesús con Nicodemo demuestra que el don del Espíritu tenía que ser el eje de toda la enseñanza rabínica: «¿Eres tú el maestro de Israel, y no sabes esto?» (Jn. 3.10). Asumir la confianza con que los profetas anticipan el don del Espíritu recuerda al cristiano que todo su ministerio debe fundamentarse en el nuevo pacto (2 Co. 3).
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Para proseguir con paciencia la tarea de ser profeta en esta generación. Jesús indica claramente que sus discípulos son y serán profetas (en el sentido secundario antes aludido). Tomarán el testigo de los profetas de la antigüedad, continuando con un ministerio de predicación, acercando las promesas de salvación a las personas. Isaías y Jeremías se angustian por el poco fruto de su labor. Ezequiel descubre que el Señor le abre la boca para predicar en muy contadas ocasiones. Daniel dedica muchos años a la administración civil en la corte pagana, dando una palabra del Señor cuando la ocasión lo requiere. Todos los profetas dan ejemplo de paciencia en medio de incontables dificultades. Esto inspira al cristiano a hacer lo mismo para cumplir con su llamamiento de ser portavoz de Dios en su generación. «Hermanos míos, tomad como ejemplo de aflicción y de paciencia a los profetas que hablaron en nombre del Señor. He aquí tenemos por bienaventurados a los que sufren…» (Stg. 5.11).
[3] Otro detalle sería que el león comerá paja como el buey (Is. 11.7). El que plantea la imposibilidad fisiológica de ello debe recordar que si Dios puede hacer que una virgen conciba o que un muerto resucite, este tipo de metamorfosis en el reino animal no debe ser problema.