La predicación expositiva gira en torno al desarrollo de la idea central que surge de un pasaje bíblico. Es abrir el pasaje y exponerlo a los hermanos. Parece una noción sencilla, pero no hay concepto más importante para comunicar el mensaje de Dios con eficacia y poder espiritual. La idea central condiciona la estructura del sermón. Permite que el predicador «se aplique el cuento» a su propia vida antes de transmitir el mensaje a los hermanos. La idea central desemboca en aplicaciones precisas, variadas y relevantes. Estimula a los oyentes a maravillarse de las grandezas del amor de Dios en Cristo y responder adecuadamente, de todo corazón. Asegura que los hermanos recuerden la esencia del texto bíblico cuando se marchan de la reunión. Les invita a repasar el mismo pasaje en su propia Biblia cuando llegan a su casa.
El mensaje expositivo no es un comentario de texto en que el predicacor avance versículo por versículo, aclarando significados y lanzando exhortaciones. Tampoco se refiere a una homilía que nazca del corazón del orador, quien luego busca textos pertinentes para apuntalar su argumento preconcebido.
La idea central surge del pasaje bíblico. Se refiere a la tesis principal de la enseñanza. Es el argumento, el pensamiento principal que hay que comunicar. Es el meollo del mensaje, el corazón del discurso. Es la afirmación central que da sentido a todo el ejercicio verbal.
Sin embargo, el concepto de «idea central» no se refiere a cualquier idea central. No es una construcción del predicador, sino de Dios. Se refiere a la idea latente en el texto divino. Es la idea que el Señor tenía en mente al inspirar este pasaje bíblico en concreto, la idea que el autor humano captó y quiso expresar con palabras cuidadosamente seleccionadas. Al predicador le corresponde descubrir la idea de Dios. Sólo así habrá provecho para las almas.
Implicaciones de la inspiración
La doctrina de la inspiración afirma que Dios supervisó la redacción de las Escrituras. La palabra «inspirada» (teópneustos, 2 Ti. 3.16) significa que Dios «expiró» o «sopló» cada porción del libro sagrado. Guió los pensamientos de los autores humanos para que éstos, cada uno desde su propio temperamento y estilo, recogieran exactamente lo que el Señor quiso comunicar. La idea central procede del Señor. Refleja una verdad que sale de su mente y busca cabida en el corazón humano.
La conclusión lógica de un libro soplado por Dios es que no se puede exponer su contenido y al mismo tiempo negar las verdades fundamentales que lo constituyen. El que niegue la muerte vicaria de Jesucristo en la cruz como sustituto por los pecadores, o su resurrección de la muerte, o su segunda venida –literal, corporal, visible– adolece de la cualificación necesaria para predicar un sermón. La buena exposición no se trata de formas homiléticas sino de un fondo inamovible, que son las doctrinas esenciales.
El apóstol Pablo insiste en que las Escrituras son útiles, y de diversas maneras: para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia. Esto significa que el Espíritu de Dios tiene un propósito concreto en cada pasaje de la Biblia y que su intención variará de pasaje en pasaje. La aplicación eficaz requiere que el predicador discierna correctamente la finalidad de Dios y aplique la enseñanza conforme a esa voluntad.
Cuando el apóstol Pedro afirma que ninguna profecía es de interpretación privada (2 P. 1.20), quiere decir que no vale cualquier construcción de idea central para un sermón. Sólo es válida la idea central que recoja la esencia de lo que Dios quiso transmitir. En esta porción Pedro sigue la misma línea que Pablo, diciendo que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados (ferómenoi, «llevados») por el Espíritu Santo (2 P. 1.21). Lo que cuenta es la intención del Espíritu de Dios, que luego se refleja en la intención del autor humano.
El apóstol Pablo resalta la integridad de las palabras exactas del texto bíblico: «Lo cual también hablamos, no con palabras enseñadas por sabiduría humana, sino con las que enseña el Espíritu…» (1 Co. 2.13). Las palabras del texto apuntan a la intención del autor. Le corresponde al predicador prestar atención a las palabras, a la gramática, a las figuras de dicción, y a las referencias –claras o veladas– a otras porciones de las Escrituras («la analogía de la fe», Ro. 12.6). Sólo así podrá descubrir el mensaje que Dios desea transmitir.
La naturaleza de la inspiración de las Escrituras invita al predicador a meditar en dos preguntas respecto a cada pasaje que pretende exponer. La primera es ¿Por qué el Espíritu del Señor inspiró este pasaje concretamente? ¿Qué aporta este pasaje que no aporta ningún otro? Porque las palabras del Señor son como plata purificada siete veces: no sobra nada, todo conlleva un significado exacto (Sal. 12.6).
La segunda pregunta que el predicador debe meditar es ¿A qué necesidad en la congregación es este pasaje la respuesta? Si cada Escritura es útil de alguna manera, también lo será este pasaje. La precisa aplicación a los oyentes requiere que el predicador aclare la utilidad real pensada por Dios.